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Tras los pasos de Eusebio, ese vecino distinguido de Tlalpan

El poeta Francisco Vázquez Salazar hace un homenaje a ese gran escritor que fue Eusebio Ruvalcaba y sus recuerdos de aquél Tlalpan.

Ruvalcaba, autor de “Un hilito de sangre”.

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De pronto me vi en el medio del zócalo de la alcaldía Tlalpan, en Ciudad de México, en una exhalación de un conglomerado urbano que, en muchas ocasiones, no reconoce identidades y mucho menos respeta orígenes.

Recordé invariablemente las sentencias de Eusebio Ruvalcaba, el libérrimo autor de libros como “Un hilito de sangre”, entonces un vecino distinguido de esta demarcación que, a donde fuese, llevaba la marca de su localidad.

Fue mi primer entrevistado cuando comencé mi carrera en el periodismo. Nos citamos en el Café París, del Centro Histórico de la capital, y conversamos sobre el hilito de sangre, a la sazón también nombre de una de sus memorables columnas en la revista La mosca en la pared. En su dedicatoria inscrita en el ejemplar que aún conservo, de abril de 1992, me refirió como “un amigo”. Y así fue, una amistad discreta, a veces distante, pero nutrida sin duda, que se alimentaba sobre todo, cuando de por medio había un buen trago.

Con eso en la cabeza comencé a caminar las calles de Tlalpan y de Eusebio. Opté por tomar un café y comer un croissant, onda queso feta y espinacas, en su recurrido Café Katina, de la calle de Madero, que baja del mero centro de la alcaldía hacia la avenida San Fernando.

Luego me encaminé a la infaltable cantina La jalisciense, previa aduana en el Templo de San Agustín de las Cuevas, donde uno se puede persignar, al estilo José Luis Cuevas, antes del pecado de ingerir de más. Este lugar evocaba, sí o sí, los orígenes de Eusebio, sus padres, su familia, su música, enclavados en el estado occidental de México.

Recientemente tuve una amistosa discusión con la poeta Citlali Guerrero sobre cuál sería la cantina preferida de Eusebio. Tratábamos de atinar el nombre de algunas, y yo tuve presente en la conversación La Flor de Valencia, de Mixcoac. Se alejaba un poco de los terrenos de nuestro amigo, pero bien valía la pena por la descripción que de ella se hace: sabroso caldo de camarón, meseros amables, precios razonables… lo demás lo poníamos quienes, en la mesa, nos decíamos “qué onda exe, qué nuevas”.

Mercado de Tlalpan.

Podría tras esto hablar de algún ¿experimento?, del Bar de Coral, en honor a su esposa (como también honró a sus hijos dando su nombre a personajes o productos que elaboraba desde la escritura). Una ficción. El oasis del literato diletante que tenía una lógica simple: consistía en entrar al sitio, servirse una copa -o las que quisiese-, tomar un libro, leer los pedazos que le vinieran en gana y, al marcharse, pasar a caja, pagar, cobrarse y darse el cambio, sin mayor trámite. Algo así me la contó Eusebio, y en las nebulosas que deja el ron creo recordarlo lo más fiel posible.

No obstante, la visión desmadrosa que podíamos compartir, hurgaba yo en Eusebio su disciplina para el trabajo literario, su rutina que a veces sonaba demasiado estricta para una persona como él, que le permitía mantener empleos y becas, y dedicar tardes a los amigos, el barrio, los talleres, las disertaciones, la vida.

Di vuelta a la manzana donde está el edificio de gobierno de Tlalpan y, atrás, el mercado delegacional. Dio vueltas mi cabeza recordando a ese barbaroja de inteligencia puntiaguda y fina escritura, melómano intransitable que varias veces nos visitó en Ciudad Nezahualcóyotl para presentar libros o dar alguna charla.

Son muchos los testimonios acerca de cómo acababan los encuentros con Eusebio, sin duda salíamos otros después de esos banquetes que tenían de todo lo que la sensibilidad y el pensamiento pueden dar. En mi caso, concluyo que mi encuentro con mi amigo no acaba, me sigue rondando con sus provocaciones irredentas, diciéndome “qué onda, exe, y ahora pa´ dónde”.

Un abrazo tlalpeño a donde quiera que estés, querido Eusebio.

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